Los Relatos de Género Negro (y III)

El final de la historia

El destino inexorable del protagonista

Resulta curioso que cuando leemos una novela de serie negra o vemos una película de este tipo esperamos un final feliz que raramente sucede en este tipo de obras. La vida suele ser mucho más benévola que los autores de este tipo de películas o novelas.


Sí, es posible que la novela negra tenga final feliz pero ha de estar dentro de un marco inquietante o que genere el desasosiego suficiente como para que ese final feliz deje la obra dentro de este género. Así, aquel final ya nombrado de Cagney acercándose entre sombras a la silla eléctrica con el rostro compungido y acobardado no es más que un final feliz pero que produce un cierto desasosiego.

¿Por qué? ¿No es acaso deseable que el criminal caiga tal y como le pedía su confesor? Seguramente sí, pero es que el "gangster" resulta en esta película un héroe, un buen tipo para el espectador. Ese final moralizante nos deja como héroe a un antihéroe.

Si volvemos a Mystic River, apreciamos cómo un drama clásico (más o menos) se va transformando en cine negro y de autor cuando de las movimientos iniciales de un drama duro contemplamos la inexorable tragedia final que revuelve las tripas ante el silencio ominoso de toda la sociedad que debiera cuidar de que tal injusticia no se cometa.

En Pulp Fiction, película que se mueve entre el cómic, la comedia, la tragedia y el drama con un arte insuperable, apreciamos la llegada inexorable de ese final terrible que, por el arte del magistral empleo del "flash back" y la voluntad del director que no cae en el artificio - dicho sea de paso -, es un final feliz.


La historia debería terminar con la muerte de John Travolta, pero Tarantino descoloca el final, lo pone en medio de la historia y deja para el final la escena de la cafetería donde Julius (el salvado por la profecía) sale triunfante junto a Mr.Vega de la cafetería a ritmo de una genial banda sonora y los ecos del pasaje bíblico inventado por Tarantino (Ezequiel 25 17).

Así, una película que tenía pinta de tener un final lamentable, tiene un final feliz arrancando la carga moralizante del cine de serie negra típico de los años cuarenta en el mismo Hollywood donde de El Enemigo Público a Pulp Fiction, pasando por Mystic River, grandes actores y directores han elaborado el cine más sorprendente y exitoso jugando en la frontera del bien y del mal.

Pues terminemos la historia que tenemos pendiente, que las cuentas pendientes siempre se saldan en este género.


La Noche Tras la Lluvia (Parte III)
(...) Cristales que fueron los testigos mudos de mi asesinato.

Hundí el puñal en su estómago hasta alcanzar el puño y dejé caer el cuerpo del hombre que me había llevado hasta el oscuro y sórdido lugar donde me encontraba. Su final era por azares del destino también el mío. De alguna manera, la muerte del asesino de Estefanía acababa con mi vida que se encontraba latiendo, pero sin alma, desde la desgarradora muerte de la chica que cayera sobre mis propios brazos unos años antes.


La sangre chorreaba desde mi mano y caía a gotas espesas y granates. Las miraba caer como si el tiempo se hubiera detenido en ese preciso momento en que se forma la gota de sangre y cae al suelo. Un instante eterno que se sostuvo intemporal como una foto fija colgada en un corcho donde las gotas rojas al contraste del blanco y negro del club se dibujasen permanentes, imborrables.

Antes de salir del club, el dueño se levantó con la tranquilidad de un profesional. Me ayudó a recoger el cuerpo exculpándome por lo hecho, pues el individuo que manchaba su moqueta de pelo envejecido y lamparones, no era más que carroña. Lo introducimos entre lo dos en un saco de esparto que guardaba en la cocina, lo cerramos, lo introdujimos en el maletero de mi coche y lo condujimos al vertedero de Santidueñas. Allí descansa, desde entonces, el asesino de Estefanía, entre la basura más infecta de mi ciudad.


De regreso al club, el dueño del garito comenzó a contar una historia sobre el riesgo y la defensa personal, sobre la inseguridad de la noche de nuestra ciudad y sobre las necesidades que su club tenia. Una conversación ingenua pero evidente donde gravitaba el hecho de que las manchas no se limpian con facilidad si no hay un buen detergente, donde se indicaba que el silencio pesa mucho si nada lo alivia o lo conduce liviano al oscuro rincón de la memoria donde las cosas se olvidan fácilmente.

Una conversación conducida con habilidad en el lugar más oscuro de la ciudad silenciosa y opacada por la noche. En los arrabales más oscuros donde la frontera entre el bien y el mal se diluye y desaparece. Allí donde solo la subsistencia tiene sentido, la supervivencia es la moneda de cambio habitual; en el lugar donde los sueños se pierden y encuentran en un instante.

Permanecí callado con la seguridad de que si su ayuda tenía un precio quería saber cuál era; aunque su mano tendida fuera la mano del mismo diablo cuando compra tu alma, ansiaba saber cuál era mi condena. Ese silencio fue la rúbrica con la que otorgué aquiescencia al pacto sellado. El acuerdo tácito de un alma nocturna y de un hombre sin alma que acabaría transitando por los oscuros lugares de la noche largo tiempo.

La conciencia desea abonar el precio que cree deber aunque no sea aquel el justo cobrador de ese precio.

Al despedirme, acerté a establecer un final al acuerdo; una fecha que pusiera fin al infierno que me esperaba al lado del corpulento y sagaz dueño del club de fumadores. Tres años fue la duración del acuerdo, tres la condena a que me sometía el peculiar carcelero; tres los años en que iba a permanecer despierto cada noche y dormido cada día, tres los años donde la sangre, las balas y los puños iban a ser mi único discurso. Y el silencio la única compañía que me habría de salvar la mayoría de las veces.



Esta de hoy era la fecha marcada en aquella triste noche en que entregué parcialmente mi alma: 12 de septiembre. La fecha en que terminaba el plazo, la fecha en que mi cuerpo abría la puerta a mi alma nuevamente y mi cabeza hacía borrón y cuenta nueva con su conciencia.

Levanté la mirada al cielo que se despejaba por momentos, el viento se levantaba para despedir a las nubes y secar los charcos de agua de la calle. Las luces reverberaban en la silenciosa y vacía calle de una tarde en que el final del tórrido y pestilente verano de mi ciudad daba cancha al otoño fresco y ventoso avisando de que una era terminaba: el final de una vida que era solo una muerte para mí.

Me puse el sombrero alicaído, descansé un pitillo en la comisura de mis labios que no encendí, abotoné la chaqueta del esmoquin azul noche e introduje un pañuelo rojo en el bolsillo de mi pecho. Me llamaban Mr. Perfecto porque no dejaba rastro del crimen cometido, porque era sigiloso y elegante. Mi nombre producía pavor al ser nombrado y hoy era el día en que olvidaba aquel nombre, pero no mi elegancia natural. El pacto sellado con mi alma era ese: “cuando sea libre me pondré en el pecho el pañuelo que cayó de los manos de Estefanía el día que se murió en mis brazos.”


Miré atrás nuevamente, las luces del club se apagaban y el grueso cuerpo del dueño del local se movía torpemente como un habitante olvidado de mi propio pasado. Me giré y afronté el futuro arrostrando una calle húmeda y silenciosa, dormida y misteriosa. Una calle que conducía a algún lugar nuevo y esperanzador donde la desmemoria hiciera en mi piel, su patria.

Un coche oscuro procedente de la nada rondó a mi lado, fugaz como el tiempo, veloz como mi pasado. Se detuvo a unos metros de donde me encontraba con la ventanilla entreabierta sin dejar tiempo suficiente para sacar mi arma y una pistola me encañonó descerrajando tres disparos a bocajarro.

El primero impactó en mi pierna haciéndome poner rodilla en tierra.

El segundo en mi mano derecha impidiendo ningún movimiento de la misma.


El tercero lo vi venir como bala con mi nombre grabado a fuego incandescente..., se detuvo el tiempo como una inmortal imagen de imborrable mala suerte y contemplé el rostro de Estefanía caer sin aire entre mis brazos y el terrible rostro de su asesino morir en mis manos sanguinolentas.

La bala atravesó mi frente haciendo caer mi cuerpo al suelo justo en el momento en que la conciencia llamaba a la puerta de mi cabeza y mi alma regresaba a este cuerpo nuevamente.

El coche se marchó con el mismo silencio con que había pasado cerca de mí, con el mismo misterio con que se habían abierto las ventanas se alejó de mi cuerpo muerto. ¿Quién había sido? No lo sé, ni me importa. Toda la ciudad pudo ser, toda y nadie a la vez. Quizá el mismo que me había contratado o quizá yo mismo había organizado este final pelea tras pelea, noche tras noche.

Estas son las cosas que pasan cuando las personas duermen en los suburbios de mi ciudad. Cosas que suceden de noche tras las primeras lluvias que advierten de la llegada del otoño. La lluvia caída deja charcos imborrables en el lado más oscuro de las ciudades cosmopolitas. Charcos que no se secan, comportamientos que siempre dejan deudas, almas que se venden a trocitos y sin fecha, contratos sellados para siempre.

FIN


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