La sinfonía de la vida en diez movimientos

La Séptima Sinfonía de Beethoven
Interpretada por Von Karajan

Ante la petición de varias personas, que quieren tener el Relato de la Sinfonía en diez movimientos en una sola entrada, atiendo a esa petición y lo pongo sin hacer mención a nada más que al "exitoso" relato.

Imagen procendente de un video de la página Play Stock

LA SINFONÍA DE LA VIDA EN DIEZ MOVIMIENTOS



Introito: la conocí un día cualquiera, no recuerdo la fecha exacta ni el día de la semana. Si lo supiera, ella, seguro me lo hubiera echado en cara pues no le gustaba señalar las fechas de las cosas. De modo que olvido y recuerdo los momentos y no me arrepiento de haberla conocido, pues como vino se fue, ¡tantas veces!. Tal como llegó, la vi marcharse... una y otra vez.... como la lluvia intensa de un día de primavera... Intensa y refrescante, así fue, así es. Me queda el recuerdo de estos diez momentos. Unos recuerdos que se quedaron dormidos bajo mi piel como el calor de los primeros rayos de luz de un día de verano. Una Sinfonía que creció de cuatro a diez movimientos.

Primer movimiento: “el metro de Madrid en hora punta es insufrible, las colas que se forman te conducen de un lugar a otro sin que tengas control preciso en cada pisada, los carteles te dirigen de una muchedumbre a otra y se mezclan los olores intensos y ruidosos, el metal con el pan; las burbujas de una coca cola, con los tacones repiqueteantes de una mujer que se arregla para ir a trabajar. En la esquina esa mujer utiliza la cámara del móvil para acabar de pintarse los labios.
Subí por la escalera mecánica en dirección a la Línea Siete, iba bien de tiempo y decidí no caminar y dejarme llevar por la cadena fija de la fila lenta de la escalera. Ella bajó por la otra y levanté, a su paso, la mirada sin querer. La vi con la sonrisa inquieta e inocente, pegaba tan poco en el paisaje matinal de esta ciudad que me detuve al llegar a la planta superior y la seguí... De repente, mi trabajo dejó de interesarme y la hora se hizo irrelevante.
Al doblar la esquina en dirección a una salida me tropecé con ella, se giró y me besó.”

Segundo movimiento: “las sábanas huelen a su perfume y la ausencia de su cuerpo produce la añoranza del primer encuentro, el olor del metro y ese tropezón fueron el comienzo de una sinfonía. No sé por qué me besó y creo que ella tampoco... Todavía no sé su nombre pero ya he podido saborear su aroma intenso y la suavidad de su piel de porcelana. Ni una sola palabra hemos cruzado y ya la he perdido, quizás fuera porque me dormí después de la mezcla de amor y desenfreno. Tengo que volver a verla pues no sé siquiera su nombre.
La ciudad se mueve al compás de una batuta que ignora los secretos de la vida, apenas los intuyo pero sé que algo marcha fuera de compás. Es vertiginoso mirar desde la ventana el deambular de la gente que se dirige o vuelve de sus trabajos, los coches de reparto y la precisión de los autobuses que expulsan viajeros... lo mismo que los recogen de las paradas como un deglutir espasmódico. Falta un buen director que ayude a percibir los sentimientos de vacío y enfado que produce la ciudad. Para mí, todo ruido es exterior desde ese beso, desde el roce de su cuerpo. Ni una palabra nos dijimos, sólo que dos miradas que se cruzan y un romance que se confunde con la piel... Y no volveré a verla nunca más. Ella es un momento que se me regala... Un momento que se va sin más motivo; como ella vino... se fue.”


Tercer movimiento: “la estación de metro no tiene ya secretos para mí, subo y bajo por el mismo lugar donde la vi - tantas veces al día en busca del encuentro fortuito - el chillido de los raíles de la escalera 68 resulta un compás gracioso, como el ritmo que marca el devenir de la gente... Ahora se queda vacío el pasillo, sonará el chillido cinco veces, y regresará la muchedumbre a pasar por donde espero para verla otra vez. El torpe violinista de origen rumano repite una y otra vez la misma melodía y, si al principio prestaba atención a los errores, ya dejé de intentar saber si tocaba algo realmente o era una música de algún podcast descargado lo que sonaba.
Sucedió algo gracioso a las siete y cuarto de la tarde. Un gato negruzco, o pardo, apareció de repente entre los pies de la gente. Eso hizo tropezar a una mujer que dejó caer su bolsa de Mercadona haciendo rodar las manzanas por todo el pasillo; un caballero trajeado de bigote engominado quiso ayudarla y chocaron sus cabezas, él se hizo una brecha mientras la anciana apenas sintió nada. Tuvieron que llamar al 112, que le atendió de urgencias; con una pequeña cura, unos puntos y a correr nuevamente los pasillos eternos de la estación de Metro. Mientras tanto, yo seguí en mi sitio... buscando otro encuentro fortuito menos doloroso.”

Cuarto movimiento: “Siempre que bajo la escalera 68, pienso en ella. El ritmo establecido por el chillido de la escalera me recuerda nuestro encuentro fortuito, los labios y su piel desnuda. Hoy, sin embargo, he decidido no esperar ni un minuto más, continuaré hacia el trabajo y, de regreso, hacia casa sin detenerme un instante en el pasillo.
Ha pasado a mi lado el hombre del bigote engominado con un vendaje en la cabeza, se ha cruzado con la anciana de la bolsa de Mercadona y ha girado dando un rodeo enorme para evitar que le viera. Creo que considera que le trae mala suerte... y algo de razón tendrá porque cuando ella levantó la mano para saludarlo, el hombre ha tropezado nuevamente y se ha dado un buen golpe con el puesto de pan y pasteles. No ha pasado nada. He girado la esquina y me he tropezado otra vez con ella, su sonrisa quedó a mi altura y nos besamos nuevamente sin mediar palabra. Su ondulada y pelirroja cabellera, su piel de plata y sus labios dulces me hicieron olvidar que existen las palabras.”

Quinto Movimiento: “El sol me despierta nuevamente y se ha vuelto a ir sin avisarme. Me siento extraño, querido y despreciado. El ruido estridente de los coches me recuerda que es sábado, pues la sinfonía del día varía según el momento de la semana. Ya no sé si estuve nuevamente con ella o fue un sueño su presencia. Me preparo un café, y descorro las cortinas... Pienso en ella nuevamente como un solo de piano en medio de la nada..., la orquesta se apaga cuando ella aparece, el metal está en el metro con el torpe trombón de la mujer de la bolsa de Mercadona y los redobles son los coches. Pero siento que faltan los violines..., esta sinfonía exige menos pasión desenfrenada y un rato de conversación a la luz de una vela.
El solo de piano, pelirrojo, aparece sorprendente y sin nombre. Soy, al final, el director de orquesta, una batuta que es movida por la sinfonía y no domino ya mi vida. Empiezo a desesperarme, tengo que verla de nuevo y detenerla un instante antes de que su escala me conduzca a los lugares desconocidos de la aurora y el ocaso simultáneo. Debo imponer un orden porque me gusta, pero me hacer sentir vacío en su ausencia. Ese solo de piano tiene que tener un nombre.
El café humeante con su toque torrefacto se desvanece al correr de las cortinas y el silencio de los coches cuando recuerdo que tengo un partido de Pádel con Roberto.”


Sexto Movimiento: “tras la ducha, le comento a Roberto lo de mi solo de piano sin orquesta y alucina de que no tenga nombre todavía. Considera que debe tenerlo y que yo no lo conozco, pero no sabe lo que dice. Ella no tiene nombre porque tengo su sabor intenso en mis labios, su ternura en mi pecho y su acrisolado pelo resbalando por mi cara. Ella no tiene nombre porque es un encuentro fortuito, como un terremoto que todo lo desordena, como el metro que llega tan a deshora que hace cambiar toda el sistema organizado. Como si levantaran la Castellana entera un lunes de mañana en hora punta, una locura, una sinrazón y una impostura. No, lo siento, ella no tiene nombre... todavía.”


Séptimo movimiento: “un mal día en el trabajo y de regreso por el metro espero no encontrármela de nuevo, hoy me siento odioso y odiado y temo vengarme en su mirada de este desastre de momento. No quiero pensar más en los errores cometidos, no quiero pensar en el tormento de soportar la caradura de la gente. No puedo entender cómo se puede aprovechar nadie de pequeños errores de cálculo haciéndolos cobrar tan caro. El metro apesta a metal y pan, la gente se ha vuelto fea de repente y pasa, esta vez sin tropezar, la anciana de la bolsa de la compra y el hombre del bigote engominado.
Este se queda quieto cuando ve pasar a la anciana y comienza a caminar, una vez que ha pasado y no le ha visto. Un pequeño gesto al arrancar le impide tropezar de nuevo y giro la esquina y... está ella de nuevo frente a mí. Nuevamente su sonrisa delata que no me espera deliberadamente y que sigo siendo una agradable sorpresa para ella. Un sol a mediodía tras una mañana de lluvia intensa, así es ella también para mí. Sus labios dulces se cruzan nuevamente como antes y caemos rendidos en una hoguera de silencio cuando el in crescendo de violines suena por primera vez en un compás lento de piano, relajante, dulce y apasionado.
Dormimos juntos nuevamente y cobra sentido la ciudad en sus brazos como una melodía organizada y afinada, poderosa e inclemente. La vida se hace paso en el vivir cotidiano y la sorpresa es un don perfecto, un regalo en forma de sinfonía. El séptimo movimiento es el mejor, el más poderoso y armónico de todos, una aurora de sol e improvisación, una pastoral juvenil y dichosa, un día de primavera con Walkirias a caballo de un firmamento perfecto. Quizás sea porque empezó mal el movimiento que lo sublime destaca con evidencia como el corazón latiendo en el medio de la polución de esta ciudad maldita”

Octavo movimiento: “otra vez se ha despertado y nuevamente se ha escapado dejándome dormido y sin conocer su nombre. Ya sé tanto de ella... y sé que tiene nombre a pesar de que no me lo ha dicho todavía. Sé que el piano destaca acompañado por violines y va mejor cuando es relajado y suave, que conserva la pasión al ritmo lento de la tarde. Sé que su piel es marfil y aroma de un naranjo en primavera, sé que su alma es agradecida y agradable, que ama y sabe amar. Mas no conozco el timbre de su voz, no conozco más de lo fortuito de su pasión ni del sabor de su sonrisa. Sé que es una sinfonía incompleta y un lugar perdido en un abismo de ruido y de torpezas. Sé que es un ser accidental, un accidente de la ciudad. El más agradable y cuerdo que jamás he sentido, es mejor que la soledad acompañada por las letras de un libro olvidado en la estantería, mejor que la paz tras la batalla.
Ella es pasión y compañía, su aroma destila sutilezas y fragancias insondables, la tenue brisa que acompañó a la creación. Un soplo, un hálito divino que engrandece el corazón y llena el alma derritiendo los muros de las prohibiciones en un mar de gelatina. Es el límite rebasado, un cántico espiritual y la libertad tras años de cautiverio. Es el deseo en paz conmigo mismo, la curva del placer acrecentada en el abismo de un ocaso que se oscurece en un paisaje dormido sobre el mar. Una isla en una paisaje de habitantes. Un réquiem de un alma santa entregado en caridad, el canto de Dios a su llegada, las puertas que se abren y las almas que se abalanzan en su busca. Una diosa de nieve y de metal.”

Noveno movimiento: “mi desesperación llega al paroxismo cuando espero en la escalera 68 y solo veo a hombres de bigotes engominados tropezando con ancianas y bolsas de Mercadona que se caen derramadas en el suelo. Cuando regreso a altas horas para encontrar el encuentro fortuito, subo y bajo la escalera tantas veces que ya sé el horario del pan y los bizcochos, los turnos del local y la ronda de vigilancia de memoria. Sé que Esteban sale de mañana con el perro, y Andrea y Saturnino van juntos a las tres. Sé donde viven y qué hacen, ya me tienen por el loco amable del Metro, un ser extraño que se oculta en ocasiones de forma sorprendente y dobla la esquina veinte veces a la hora. No saben lo que es una búsqueda desesperada y fortuita; no saben lo que es el aire cuando falta, ni la belleza de una cumbre nevada en el mismo momento que la has alcanzado. No saben que la adrenalina manda cuando te has atrevido una vez y la cabeza da vueltas en busca de la morfina que te prive del dolor que produce una ausencia como lo que es ella, la belleza misma en su propio frasco perfumado.
Nadie sabe que mi vida es ahora una pesadilla de ausencias, un momento tras el trabajo cuando las manecillas del reloj señalan que ella está tras una esquina. Y tras esa esquina, casi siempre la nada y la decepción de la nada. La armonía rota, los metales enloquecidos y los timbales horrísonos y fuera de lugar, los violines ya no suenan y todo es estridencia, ruido y desorden fuera de compás. Una cosa sola mantiene la cordura; al fondo, un único violín conserva la melodía victoriosa, lenta, tranquila y dando calma que amansa al metal primero y después a los demás. Un violín que palpita bajo el nombre de esperanza, un nombre que conserva la tensión y crea la calma. Una voz que dice, será siempre lo que fue aunque parece que se va.”


Décimo movimiento: “tras la tensión vivida, regresé a la calma del día a día. Tras un duro día de trabajo volví al metro evitando pasar por la escalera 68, el paso de la esperanza y la desdicha. El señor del bigote engominado iba delante siguiendo a una anciana con una bolsa de Mercadona en la distancia, evitando cruzarse, y les seguí pues intuí que algo extraordinario iba a pasar. Y sucedió que tras la esquina donde encontraba esos apasionados labios, la señora se detuvo y el señor engominado estuvo a punto de chocar, no lo hizo y se detuvo. Una risotada de triunfo salió de su garganta ante la mirada anonadada de la anciana, un gato negro pasó por entre sus piernas y el triunfo de vencer a la mala fortuna le llenó de dicha. Dio un salto y se marchó, al igual que la anciana. Tras ellos, continué mi lento caminar con las manos en los bolsillos; miré abajo, y apareció ella como una celestial visión. Chocamos nuevamente y mis labios cayeron en sus labios explotando en sensaciones nuevamente. Los olores, el sudor y la alegría palpitante se confundieron en un potente piano revestido de percusión y cuerdas. Un violín al fondo se apagaba, para dar paso a la entrada de diez violines alegres y rítmicos. La esperanza que finaliza si llega la alegría. Todo acabó entre las sábanas de mi cama, en silencio; en armonía victoriosa y en vigilia lenta y adecuada. Dormimos entrelazados nuevamente desde el ocaso a la aurora.
Mas, al llegar la mañana, con los rayos de sol encendidos sobre mi cama... ella ya no estaba. Busqué por todas partes, salté a la calle para ver si unos tacones alejados repiqueteaban en la acera y no la vi. Su nombre..., nuevamente olvidado sobre mi cama. Subí apesadumbrado las escaleras de mi casa y, al cerrar la puerta, sentí el vacío de su ausencia. Ella era el único motivo de mi existencia.
El sonido repentino de la ducha me devolvió la esperanza y el tranquilo son de un solo de violín que, relajado y vivo, surgía del fondo de una partitura olvidada. Cesó la ducha y la puerta fue abierta. Salió vestida con un albornoz negro, el pelo largo, ensortijado y cobrizo; una sonrisa espléndida y una piel pálida como la nieve, la porcelana o la mañana. El piano cadencioso devolvió la armonía a mi casa.”
  • Hola, me llamo Vida.
  • ¿Te quedas?
  • Hasta que la muerte nos separe.

Y un sonido de timbales precedió a la aurora del solo de piano épico de  unas walkirias victoriosas y, mojado de esperanza, se confundieron sus teclas con un metal diáfano como la mañana que lentamente quedó arrullada en un manto de violines suaves, lentos, relajados acompasados y melódicos.

Entonces la tome de mi mano y bailamos desde el orto hasta al ocaso.


FIN

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